El showbusiness de la comunicación (y la) política

«Una ilusión más que abrigan casi todos los trabajadores de los medios es que la gente les cree. También esta equivocación fatal hace errar el camino y conduce a la autosobrevaloración. Cierto que ha habido en tiempos un público que pensaba que era digno de crédito lo que leía en letra impresa. Pero ésa es una época pasada. Los actuales espectadores, lectores y consumidores son en este sentido plenamente conscientes de que frente a los medios la cuestión de la veracidad debe ponerse en cuarentena. De ello se desprende un escepticismo que es insalvable»

Hans Magnus Enzensberger, El evangelio digital
en Claves de razón práctica, Nº 104 (2000)

(1) Era la mañana del 04 de noviembre y, como cada mañana, Pepa Bueno hacía su entradilla de las 8 a.m. Se trataba de un texto con muchas preguntas, algunas abiertas, otras sesgadas, sobre la socialdemocracia española y su futuro. Citó varios nombres de cargos orgánicos de un PSOE metastásico, para anunciar una serie de entrevistas para con estos dirigentes, y A. recordó el fragmento anterior.

A. pensó en la relación de amor-odio que se profesan periodistas y políticos, y cómo existe una relación de dependencia entre ambos, más figurada que real. Recordó series políticas como The West Wing o The Newsroom, ambas de la factoría Sorkin, imbuidas de un optimismo comunicativo tan norteamericano como lejano.

(2) Apenas unas horas antes, dos periodistas subidos a la cresta de la ola de la opinión pública, habían cumplido con el showbusiness desde sus respectivos programas. Uno, Jordi Évole, ha sido capaz de movilizar a una parte de la sociedad valenciana gracias al bofetón mediático de su reportaje sobre el accidente del Metro. La segunda, Ana Pastor, se caracteriza por hacer preguntas afiladas, más preocupada por la forma que por el fondo, con mayor énfasis en molestar al entrevistado que en sacarle una respuesta con contenido. A su audiencia parece gustarle, vistos los resultados del share. Pero tal vez esta apariencia no haga más que dar la razón a Enzensberger.

(3) A. recordó que unas semanas atrás se armó un revuelo porque un joven periodista español lamentaba tener que limpiar váteres en Londres y le vino a la mente la historia de aquel joven periodista que cantaba su curriculum en el Metro de Madrid, y que después contrató la misma cadena donde trabajan los citados Pastor y Évole. Pero tal vez A. esté remezclando historias. El joven que limpia retretes en Londres es un valenciano que tras colgar una publicación en Facebook, los medios de comunicación se afanaron en difundir para conseguir más visitas. Días después él mismo escribió en su blog que su intención no fue la de convertirse en adalid de nada, y que no comprendía el aluvión de críticas que le habían llovido gracias a que sus compañeros de profesión creyeron que su historia vendería, al menos por un día.

El otro periodista, aquel que cantaba sus méritos académicos en el Metro, parece que ha vuelto al lugar donde YouTube lo encumbró, tras un breve paso por LaSexta.

(4) A media mañana de ese lunes, A. escucha una tertulia en la que participan periodistas que no informan, sino que opinan sobre temas que ni siquiera recuerda, pero que evocan el principio de la novela La flaqueza del bolchevique, de Lorenzo Silva. Se pregunta cuánto cobrarán esos tipos por dar su opinión sobre política amarilla y si no habrá profesionales más formados y con una visión menos sesgada, cuya opinión sobre verdadera política valdría más dinero si es que se comprare al peso.

Piensa en sus compañeros politólogos, en sociólogos, antropólogos, en juristas o en otras ramas de conocimiento más vastas en las que es muy difícil abrirse camino laboral, que jamás serán invitados a estas tertulias. Y empieza a pensar que es mejor así. Que el negocio de los medios de comunicación poco o nada tienen que ver con la información, con aportar conocimiento al espectador, y que por eso los científicos sociales sin contactos en redacciones, parecen tener vetado el acceso a los canales de comunicación.

(5) Termina de ojear el diario y recuerda un artículo de una catedrática de Ciencia Política, pareja de un Ministro que resulta ser sociólogo y fue tertuliano en esa emisora que venía escuchando. A. se estremece y se apena, mientras da otro repaso a su TL de Twitter, da el último sorbo al café y comienza su jornada de limpieza de váteres figurados. O no tanto.